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La esquina de Don Juan Garabato

Este es un cuento corto que transcribí en 1983 como parte de un ejercicio, pero no anoté el nombre del autor y no recuerdo su origen. Debe ser un cuento escrito entre 1970 y 1980 (pero no puedo confirmarlo) y seguramente fue publicado localmente en alguna parte de México. He intentado buscar fragmento del texto con la esperanza de verlo publicado o mencionado en Internet, pero no he encontrado nada. Si alguien sabe quién lo escribió, el año de publicación y cualquier otra referencia, avísenme (en los comentarios de este artículo). A continuación va el texto. Puede contener errores u omisiones, pues como mencioné, fue una transcripción hecha como un ejercicio de mecanografía (y escaneado 30 años después, pasado por un OCR y ligeramente reformateado).


La esquina de Don Juan Garabato

Ustedes habrán oído decir que en la esquina de Don Juan Garabato mataron a un gato, Yo sí lo he oído. Sin embargo, este cuento se refiere a la esquina pero no al gato. Yo vivo aquí en la quincuagésima nono piso de un condominio de material plástico. Mi habitación no es grande, no; medirá apenas unos 6 metros cúbicos; pero es suficiente para un viejo anciano como yo, quién cumplirá en poco tiempo los 95 años.

Desde que me jubilaron vivo aquí; desde los 60 años. Pero no me falta nada. Todo lo tengo al alcance de mis manos con solo oprimir unos cuantos botones. También tengo una ventanilla que da a la calle y a la que me asomo de vez en cuando. Obviamente que con tanta bruma no alcanzo a ver el asfalto de 35 pisos abajo, pero si el día es diáfano, alcanzo a mirar un paso a desnivel 15 pisos abajo, donde pasan los automóviles a paso veloz. Puedo divisar las grises nubes y algunos aviones y helicópteros. Perdónenme que me interrumpa, pero viene un jet. (… pausa …) Cada vez que pasan me dejan sin habla, y esto ocurre muy seguido, pues desde la 3era Guerra Mundial, los adelantos de aviación han sido incalculables; siendo los aparatos más grandes y seguros y también más ruidosos. Pasan por aquí con precisión micronométrica cada minuto y medio, pues tenemos una pista de aterrizaje muy cerca de aquí, que viene siendo uno de los pocos espacios libres que quedan.

Me tendrán que permitir que divague un poco, comprendan ustedes que después de 80 años de estar en este mundo, no siempre es posible ser coherente. Así que, pues les dije de la 3era guerra mundial. Bueno, yo soy todo un veterano teórico. Mi vida abarca las 3 grandes guerras aunque nunca he pisado un campo de batalla ni disparado una sola bala. Cuando nací en noviembre del año 1918, la primera conflagración, que hoy por antigua nos parece romántica y humana, estaba terminando. Durante la segunda alcancé la mayoría de edad y desfilé con el ejército con un palo al hombro, dijeron que nos mandarían al frente; nunca lo hicieron. Para la tercera quedé exento de ir por la edad de octogenario. En cambio, se fueron todos mis hijos y ninguno regresó. Fue algo atroz, un holocausto terrible. No, no fue la bomba atómica. Fueron las armas bacteriológicas. La humanidad nunca se vio tan deshecha como para creer en la extinción que durante esa guerra. Sin embargo, la reproducción exacerbó en tal modo; que ya los niños venían de 10 en 10. A pesar de las píldoras, espumas, diafragmas, intrauterinos y todo lo demás, la palabra de los sociólogos se hizo realidad, y ahora vivimos como sardinas en lata, arrebatándonos las moscas de la boca, 30,000,000,000 de personas. Por esta razón a los viejos se nos ve como menos importantes que nunca.

Quizás no debiera quejarme, pues aquí en el cuarto la paso bastante bien. Si no salgo es por que no quiero. Me gusta la vida a lo modorra, y aquí con los botones estoy muy bien. De la comida ni se diga, como la mayoría me alimento de insectos. Tengo debajo de la cama un pequeño corral, un cajón de cucarachas. La verdad son fascinantes esos bichos, por lo que son parte de mi entretenimiento. ¿Otra distracción? ¡Ah, sí, la televisión Tengo una televisión de pantalla gigante con al que estoy al cuanto de lo que ocurre. Mi cronista favorito es Ñuz Logorreitea. Un verdadero tipo. Desde hace 13 años está en la cabina día y noche hablando sin cesar. ¿Cómo le hace? Cuestión de práctica. Todo empezó como un experimento científico, lo conectaron a una aerocabina bioretroalimentada, con alas, ruedas, motor, impulsores magnéticos con suspensión desgravitadora, y toda la más alta tecnología, gracias a lo cual se puede pasear de meridiano a meridiano como en su propia casa. Además tiene todo un grandioso séquito de colaboradores. Ahora ese programa, el de Logorreitea, es lo único que veo. Antes me aficioné a otros dos locutores, (de ECO) pero los deje de ver. De cualquier modo dichos programas tenían que desaparecer, pues sus patrocinadores y los cronistas perecieron, al igual que todo su público, debido a la epidemia de idiocia que ellos mismos crearon.

Temo haberme desviado del tema principal. Me van a perdonar. Yo quería hablarles, ¡ah, sí! de la esquina y mis recuerdos, Empecemos pues. Era todavía yo un chico de edad escolar cuando vinimos a vivir aquí. Digo vinimos por que éramos toda la familia. El pueblo tenía ¡quién lo creyera hoy!, poco más de ochenta mil habitantes. Las calles carecían de pavimento, y si llovía los charcos asemejaban grandes lagos. Los ruidos nocturnos eran todos de origen animal: grillos, ranas, gallos, perros y uno que otro gato en celo. Cada hora pasaba el carro colectivo desde las 9 de la mañana hasta las 6 de la tarde, al principio era tirado a caballos, después con gasolina, y después eléctrico. Algún auto y bicicletas. No había mucha mecanización. Las plebe no tenía ni motos ni nada con motor. Jugábamos fútbol o béisbol en plena calle. Lanzábamos pelotazos a los transeúntes y a las ventanas. Y el policía, sin ningún otro quehacer, nos perseguía sin que nunca nos alcanzara. En la esquina estaba la panadería de Don Juan Garabato. Del otro lado estaba una tienda de un español. Enfrente un zapatero remendón. Y donde hoy se levanta este condominio, había un caserón de zaguán embaldosado, corredor en ele y un patio interior. La ciudad, si es que se le puede llamar así; tenía unos pocos teléfonos públicos de mecanismos primitivos. La gente los usaba poco; les tenían miedo. La presencia de un extranjero gringo era un espectáculo insólito. Íbamos al clases dos veces por día, si no llovía. En la esquina de Don Juan Garabato se levantan 4 edificios. Este condominio, en contra esquina tengo a Sears, enfrente a Salinas y Rocha. Del otro lado está Woolworth. Y regadas en las cercanías hay muchos edificios comerciales de discotecas, clubes, bares, compañías de aviación, hoteles, restaurantes, hospitales, etc. Cerca de aquí, como a 2 calles, osea 500 metros, hay una iglesia heterodoxa. Yo en tanto ni a misa voy. Les decía que prefiero quedarme aquí en mi cuarto. Y es que la última vez que salí, hace como uno o dos años, me lleve un susto padre.

Hoy en día la calle de marras es uno peligroso paso rápido. Las calles tienen ahora 25 carriles. Cruzar la esquina no es nada fácil, y menos en el tiempo de 30 segundos que nos da el semáforo. La gente se amontona al querer cruzar, y al avisar la luz; a correr por tu vida. La mayoría llega completo al otro lado especialmente los jóvenes, pero si alguien se queda en medio, los autos arrancan sin miramientos y adiós mundo cruel. En cada esquina hay un guardia, si alguien es arroyado, los pocos restos que quedan los desintegra con una pistola desmaterializadora para dejar el paso libre. ¡Qué horror! Pero ni modo, no hay cabida en este mundo para el viejo sistema del cementerio bajo suelo, pues les quitaría espacio a los fraccionamientos.

Bien, pues un día decidí salir en busca de solaz, pero lo único que encontré fueron caras lampiñas: cabezas rapadas y nada de barbas, bigotes o melenas. Nadie hablaba ni reía. Alguno que otro, ensimismado, tarareaba alguna tonadilla pegajosa y repetían entre dientes: “compepsisí”, “compepsisí”. Sentía frío. Me falto el aire. El ruido de los motores era ensordecedor, y del aire ni qué decir; era mitad monóxido y mitad humo. La nostalgia de los viejos tiempos revoloteó por mi mente. Pienso que mi modo de razonar es ridículo, fuera de onda. Obsoleto es la palabra correcta. ¿No creen? Y me pregunto, ¿por qué no soy capaz de comprender el progreso? si es que a esto se le puede llamar progreso. Luego van a querer llamarme viejo reaccionario, y eso no me va a gustar. Así que mejor me callo y disimulo. Bueno, pues me paré en una esquina y pensé cruzar la calle y ver más allá. Una ancianita en la calle del enfrente quiso intentar pasar al otro lado de la acera y quedó como torta. El guardia desde su lugar accionó su pistola desmaterializadora y desintegró a la ancianita. No vayan a juzgarme de morboso. Yo no salí a la calle a ver el espectáculo de los viejecitos machacados y desintegrados. Como dije antes, salí para ver como estaba el mundo allá afuera. Sin embargo, me siento mal, pensar que los viejos ya no son lo que eramos antes. Yo seguía esperando al indicador para cruzar y una viejecita se me acercó para acompañarme a cruzar la calle. Nos miramos, e intercambiamos palabras con la mirada. Si tan solo ella fuera soltera o viuda, ella terminaría con mi soledad. En eso, el semáforo cambió, la viejecita empezó a cruzar, toda la manada de gente hizo lo mismo, yo, en cambio me quede del puro miedo clavado en la acera.

No iba la viejita ni siquiera en la mitad de la calle, cuando se les dio luz verde a los automóviles. La viejita quedo paralizada en el carril #11. Había en la parte delantera de la fila de autos de ese carril un hombre de un VW color rojo. Era un cincuentón que parecía gente civilizada. No aceleró. Quedó vacilante un momento calculando las consecuencias de la estampida. En un tour de esfuerzo, la anciana se paró en frente de él haciendo señas. El esfuerzo la dejó exhausta, no podía moverse más. Con la angustia en los ojos él miró rápidamente a la ancianita, al guardia, a los autos de atrás, y a mí creyéndome esposo de la anciana. Si quería evitar el golpe de los autos era cosa solo de arrancar y desmelcochar a la viejecita. A sus espaldas estalló un pitorreo espantoso por los demás automovilistas, pero ni se movió. El guardia aporreó su macana en el suelo y soplaba con igual furia su silbato. De otras calles llegaban otros autos, pero hallaban el paso cerrado. Hubo un estruendo horrendo de las defensas chocando unas contra otras a 150 km/hr. y de las ventanillas resquebrajándose y se escuchó una y otra vez ¡trash, trash, trash… trash y más trash!, y me pareció que se repetía indefinidamente. Se acrecentó el pitorreo. Algunos sacaron las cabezas por las ventanillas e insultaban al hombre del Volkswagen; después sacaron los puños en señal amenazadora. Al aparecer la luz amarilla la viejita cruzó totalmente y los de atrás bajaron de sus autos y se dirigieron a el del VW. Lo sacaron a golpes y todos en bola iniciaron una pelea pública. El policía solo se limitó a silbar y a reír a carcajadas.

–¡Lo están matando! ¡Lo están matando! Haga algo guardia!– gritaba yo sin el menor efecto sobre la mente de la gente, quienes cruzaban la calle despreocupadamente.

–No sea menso abuelo, ya avisé a la jefatura, ya vendrán. Yo aquí sobro, mi trabajo es el de limpiar la calle– me decía mostrándome su pistola, el guardia.

La golpiza seguía. Logorreitea apareció de no se donde en su cabina motorizada con cámaras, ayudantes y todo. No supe muy bien lo que ocurrió. Cuando salí de mi asombro, el hombre del VW estaba colgado del semáforo con la lengua de fuera.

Las cámaras filmaban.

Logorreitea hablaba.

El guardia reía y babeaba acariciando su pistola.

La gente seguía pasando sin cesar como si nada.

Los automovilistas seguían peleando.

A lo lejos se escucharon las patrullas y ambulancias.

Y en mi mente:
“En la esquina de Don Juan Garabato mataron a un gato”


Fin.